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Nota del diario Nación al villaguayense Pablo Huck

junio 2, 2019

VILLAGUAY, Entre Ríos.- Aquella noche de diciembre, tal vez de 2000, Pablo Huck volvió de madrugada a la casa de sus padres después de salir con amigos. Había viajado desde Rosario, donde estudiaba medicina, para pasar las Fiestas en Entre Ríos con su familia. Apenas se acostó en la cama sintió que el corazón se le salía, como si el cuerpo estuviese aterrorizado sin razón. Se asustó: no lograba entender el porqué de tal reacción física.

Pero no era un episodio aislado. La ansiedad, la taquicardia, la sudoración, los sentimientos de indignidad y culpa afloraban en cualquier momento de su vida cotidiana. Como durante esa sobremesa de asado en la que alguien dijo que cuando tuviera un hijo se iría a vivir a un pueblo seguro como Villaguay y él solo pensaba en lo que le había pasado ahí. O ese día en que estaba en su departamento sentado con amigos y en la televisión apareció la imagen del cura Julio César Grassi cuando salía de los tribunales y a él lo arrebató un deseo de desaparecer. Eran señales de alarma: había sentimientos que ya no podía ocultar y golpeaban fuerte para salir.

De vuelta en Rosario, decidió ir a ver a un médico. En el consultorio, antes de que el clínico le apoyara el estetoscopio y le tomase la presión, él ya estaba todo transpirado. Y lo primero que el médico le preguntó fue si hacía terapia. «Porque tenés que ir», le advirtió.

Pablo le hizo caso. Fue a ver a una psicóloga y así empezó a desandar un largo camino para poder revelar ese secreto que había afectado todas las esferas de su vida: entre 1993 y 1994, cuando tenía 14 años y era monaguillo de la Iglesia Santa Rosa de Lima, en Villaguay, fue abusado sexualmente en varias ocasiones por el sacerdote Marcelino Moya.

«El impacto es a todo nivel. Y en el caso particular de la Iglesia, hay una estafa doble: la cuestión física del abuso es un detalle al lado del daño psíquico y espiritual que te genera el abuso por parte de un referente religioso. Es un proceso muy largo, muy difícil de ordenar, de poder entender y denunciar», cuenta Pablo, sentado a la sombra de un árbol, a la orilla del arroyo Villaguay.El pasto, bien verde, está cubierto por unas pequeñas flores rosas que crecieron durante la noche. Es el 6 de abril de este año. Solo pasaron 24 horas de la sentencia del tribunal entrerriano que condenó a Moya a 17 años de prisión por promoción de la corrupción agravada reiterada, y por abuso sexual simple agravado en perjuicio de dos víctimas.

Pablo, que ahora tiene 40 años y transita los últimos tramos de la residencia de psiquiatría en Córdoba, luce cansado, pero está contento y tranquilo. «Es superimportante que el ciudadano sepa que si denuncia estos delitos, existe condena. Más allá de un Moya, de un Ilarraz o de un Escobar Gaviria [curas también condenados recientemente en Entre Ríos por delitos contra la integridad sexual], hay una cuestión simbólica que es la de empezar a romper con esta asimetría y estos abusos de poder por parte de la Iglesia», dice.

Un zarpazo

Veintiséis años antes, en Villaguay, Moya no solo era sacerdote de la Iglesia Santa Rosa de Lima. Era capellán del Ejército, el profesor de Catequesis de la escuela de monjas a la que asistía Pablo, el cura payador, la autoridad y el líder que jugaba al fútbol con los chicos, el que hacía las veces de compañero y el que generaba una suerte de competencia entre ellos para ver quién lo iba a acompañar en ese viaje al campo o quién sería su próximo monaguillo.

Su habitación, en el primer piso de la casa parroquial de la iglesia, que da a la plaza principal de la localidad, era el salón de usos múltiples de los grupos de acción católica. Allí recibía a chicos que, por la práctica de la religión, pensaban llegar vírgenes al matrimonio y consideraban la masturbación un acto egoísta

Y un día cualquiera de 1993, en la habitación de Moya, ahí nomás de donde la madre de Pablo daba catequesis, de donde sus hermanas concurrían al grupo misionero, de donde él mismo oficiaba misa, el cura, el profesor, el capellán, sin decir una palabra, masturbó a Pablo. Y otro día cualquiera, siempre en silencio, le practicó sexo oral. Y así durante más de un año.

«Fue como un zarpazo que te arrastra la inocencia, la cuestión humana», relata Pablo. Y se recuerda como un chico de 13 o 14 años que en ese arrebato sintió placer por primera vez. Un placer no deseado, pero innegable, que lo dañó, le generó esa culpa y esa indignidad.

De ser el mejor promedio y llevar la bandera, pasó a no importarle nada. A sentir furia y querer romper todo. Pero como no era un joven violento se rompía a sí mismo. Alcohol, sustancias, cierta promiscuidad. Dejaba una radio encendida debajo de la almohada para poder conciliar el sueño. Desconfiaba de todo. Somatizaba esos sentimientos que no podía nombrar y que nadie conocía. Necesitaba hablarlo.

Revelar el secreto

Ya llevaba unos años de terapia cuando una tarde, en Rosario, mientras compartía unos mates en un departamento, un amigo lo quiso abrazar y él, sin darse cuenta, reaccionó y le rehuyó al contacto físico. Quedó ahí. Pero a la noche, para explicarle esa reacción, decidió contarle lo que le había pasado cuando era chico. El secreto se había revelado. Y a Pablo le fue entonces más sencillo contárselo a otro amigo en común. Y luego a su novia, que sigue siendo su pareja actual. Y también a su hermana, mientras fumaban un cigarrillo en el patio de su casa allá en Villaguay.

Ella también lo contó: se lo dijo a José Dumoulin, en ese entonces párroco en Villaguay, que ya había denunciado ante sus superiores, entre otras cuestiones, los abusos de Justo José Ilarraz, y luego dejó los hábitos porque dijo que nunca fue escuchado. Dumoulin contactó a Pablo con el procurador de la provincia, Jorge García.

Pablo, junto a Ernesto Frutos, otra víctima de Moya, hizo la denuncia en sede judicial el 29 de junio de 2015, en Paraná. Cuando narraba los episodios que había sufrido, la empleada judicial que le tomaba la denuncia lo frenó. Entre lágrimas, le dijo que hacía poco le había tomado declaración a los exseminaristas abusados por Ilarraz y que le describieron ese mismo tipo de reacciones: hipertensión, taquicardia, cefaleas, opresión de pecho. En menos de cuatro años, llegó la condena.

Pablo está convencido de que lo salvaron dos cosas: la psicoterapia y la amistad. «El solo hecho de hablarlo, de compartir ese dolor, es el primer paso para un proceso de sanación que puede ser más o menos largo, o más o menos dificultoso. Porque la posibilidad del olvido no existe. Y por eso somos sobrevivientes».