Tenía 25 años, hacía tres meses que se había recibido de médico. Ella tenía 21, todavía le faltaban algunas materias. Habían llegado a Rosario desde distintas provincias para ir a la misma universidad y estudiando Medicina se habían puesto de novios. No tenían una relación pasajera pero eran jóvenes y, si habían tomado la decisión de vivir juntos, no había sido para arrancar una familia sino por una eventualidad: por una fuga de gas, habían clausurado el edificio en el que ella vivía.

Nadie sabía cuánto iban a tardar en volver a habilitarlo, por eso Agustín le ofreció a su novia que se mudara con él. En ese mismo departamento en el que Agostina encontró refugio fue que los encontraron sin vida, un mes después. Agostina estaba recostada en la cama, Agustín había caído en la ducha. Lola, la perrita caniche de ella, había muerto en el living.

Fue la sucesión de hechos inesperados, los cambios de planes de último momento —“cómo se encadenaron las cosas”— lo que ahora hace a la mamá de Agostina pensar así. “Eran una pareja preciosa, creo que su destino era partir juntos”.

El encuentro

Hacía siete años que Agustín Larceri se había mudado a Rosario. Quería ser neurocirujano y en Concordia, Entre Ríos, no había facultad donde estudiar. Agostina Marcoré había llegado desde Corrientes para hacer la carrera también en la Universidad Nacional de Rosario.

No se conocieron en el aula sino en el edificio en el que vivían varios estudiantes llegados de otras provincias. “Me acuerdo cuando Agustín me empezó a hablar de ella, con cualquier excusa. Un día me dijo: ‘Mamá, tengo una vecina abajo que me cocina exquisito’. Y yo pensé ‘mmm, me parece que acá está naciendo un noviazgo’”. Tenía razón Silvia Cozic, conocía bien a su hijo menor: un amor estaba amaneciendo.

Hacía un año y medio que estaban saliendo —él vivía en el piso de arriba, ella en el de abajo—, cuando Agustín se mudó solo a otro edificio. “Era el último año que le faltaba para recibirse, el último esfuerzo, venía perfecto. Era natural que ya no quisiera vivir con amigos. Nos pareció bien, lo ayudamos con el alquiler”, sigue Silvia. Agostina se quedó en su departamento de siempre, que compartía con otras compañeras de estudio.

Hasta ahí, nada extraño. Fue durante los meses anteriores a sus muertes que los hechos se desencadenaron “de una manera muy particular”, cuenta Silvia. A fin de febrero de 2016 —tres meses antes de sus muertes— Agustín rindió la última materia y se recibió de médico. Para celebrar, viajó con su novia a Concordia donde sus familiares y amigos lo esperaron con una fiesta y un pasacalle que decía “Felicitaciones Dr. Agustín”. Nadie podía saberlo pero en ese viaje se despidió de sus amigos y de Martín, su hermano.

Se quedaron unos días en familia y después viajaron juntos a Corrientes a visitar a la familia de ella. Después regresaron a Rosario y fue en la víspera de Semana Santa que “la mamá de Agostina, como regalo porque se estaba por recibir, le dio una sorpresa: le había comprado un departamento”, sigue Silvia. Agostina estaba “encantada de la vida, se puso a elegir muebles, a pensar cómo lo iba a decorar”.

Al poco tiempo se mudó a su primer hogar propio. La alegría duró poco: unas semanas después y para evitar que una fuga de gas provocara un accidente grave, clausuraron el edificio completo. A nadie le pareció mal que tomaran medidas drásticas: tres años antes, también en Rosario y por una fuga de gas, un edificio había explotado y se había derrumbado: 22 personas habían muerto, más de 60 habían resultado heridas.

“Agostina podría haber vuelto a donde vivía, ahí seguían sus compañeras, pero prefirió irse a vivir con él. Por eso yo creo que estaban destinados a partir juntos, como si ese destino hubiera estado marcado”, reflexiona la mamá de él.

En mayo —un mes antes de las muertes— Sergio Larceri, el padre de Agustín, tuvo que viajar por una capacitación a Rosario y “y yo me enganché, así podía visitar a mi hijo”, recuerda Silvia. “Fue hermoso, salimos a pasear por Rosario al sol. Nos encantaba salir juntos, nos íbamos a tomar café, de compras. Era mi compañero ideal”, dice Silvia y, por primera vez, el llanto la hace atragantar y la obliga a parar. Durante ese viaje “sacado de la galera”, inesperado, vio a su hijo con vida por última vez.

Agustín, atrás, de ambo. Agostina adelante y de frente, disfrazada, durante los festejos por la graduación.

Todavía no sabe por qué pero en ese viaje Silvia les dijo “chicos, ventilen”. Tal vez porque era invierno y fue ahí que vio que Agostina era tan friolenta como su hijo. “O no sé, porque dos veces se los dije. A veces creo que mi alma estaba anunciando algo”.

Ese día

Fue un sábado, el 11 de junio de 2016, “un día de invierno hermoso”. Silvia, en Concordia, se fue a la peluquería, Sergio, que es gerente comercial en una empresa de la misma ciudad, se fue a trabajar. Agustín llamaba seguido pero ese día a nadie le extrañó que no hubiera llamado. El llamado recién llegó a la noche y, con el llamado y los 350 kilómetros de distancia, la desesperación.

“Había sido un día muy tranquilo. De repente, todo se convirtió en caos. Ahí sí que nos explotó el mundo”. Como ninguno de sus amigos lograba dar con ellos y como les resultó extraño que Agustín no hubiera ido a trabajar al servicio de Emergencias, fueron al departamento y forzaron la puerta. De adentro, salió un calor insoportable, los vidrios estaban empañados, chorreaban. Agostina había muerto recostada, Agustín en la ducha, la perra en el living.

Los peritajes posteriores mostraron que no hubo pérdidas, ni en estufas ni en el calefón. Se habían quedado sin oxígeno y habían muerto por inhalación de monóxido de carbono. Nadie, hasta ese día, había notado que no había rejillas de ventilación en el departamento.

“Por eso también creo que se fue dando todo para que partieran juntos. ¿Ella deja su departamento porque esa fuga de gas podía provocar un accidente y termina encontrando la muerte al lugar al que había ido a refugiarse con él?”. Para ella, que es católica, fue importante saber cómo había sido: “No fue algo violento, se fueron como en un sueño —dice, y pide disculpas por el regreso del llanto—. Respira profundo y sigue: «Ahora pienso ‘qué almas divinas tenían para poder irse así’”.

El después de la muerte de un hijo

Sergio y Silvia creyeron, al comienzo, que habían caído en un pozo del que jamás iban a poder salir. “Es una cosa tremenda. Ningún padre piensa de verdad que le puede pasar algo así. Lo ves en las noticias y te parece que eso le pasa a los otros. Y lo primero que te preguntas es ‘¿qué hice?, ¿qué hice en mi vida para que me suceda esto?’”, sigue Silvia.

La necesidad de sentirse mejor los condujo por un camino desconocido y los obligó a combatir prejuicios. Fue un veterinario, que también era “sanador espiritual” quien les dijo que tenían que “buscarle un sentido a la partida de su hijo”. Con el tiempo, Silvia empezó a leer sobre “vidas pasadas” y Sergio probó con la lectura de registros akáshicos. “No sabíamos en absoluto qué era pero lo hicimos, no teníamos nada que perder, habíamos llegado al tope de las situaciones límite”.

Fueron a charlas con sacerdotes pero también con psiquiatras, a grupos como Renacer (Padres que enfrentan la muerte de hijos), a un centro de terapias holísticas hasta que fueron acercándose a la creencia que hoy los mantiene a flote: “Que hay un plan de vida para cada uno de nosotros, una lección que tenemos que aprender y que tenemos nuestro tiempo. Agustín fue hasta sus 25 años, nosotros tenemos algo que seguir aprendiendo”.

Junto a otros padres a los que les había pasado lo mismo armaron un grupo llamado “La vida continúa” —no es religioso, cada uno puede creer en lo que quiera y pueda—. “La idea es poder mostrarle a otros padres que hay una salida —agrega Sergio—. Lo más importante es abrirse y pedir ayuda, especialmente los hombres, que nos cuesta tanto. Yo lo veo: muchos papás cierran el cajón, tiran la llave, se encierran y desaparece tu hijo. Pedir ayuda es importante porque si no la cabeza va creando el sufrimiento, el sufrimiento te va comiendo por dentro y terminás con depresión o con otras enfermedades”.

Dice Sergio que encontró el sentido, que hoy cree que Agustín fue su gran maestro: “Yo aprendí mucho después de su partida, evolucioné. Creo que siempre viví para los demás pero nunca me fijé si yo estaba bien. Mi cabeza siempre estaba rezongando por lo que me había pasado o pensando en la semana siguiente, en el año siguiente. Hoy vivo hoy y trato que todas las cosas salgan desde el corazón hacia la mente y no desde la mente hacia el corazón”. Juntos y pidiéndole treguas al dolor, están escribiendo un libro para ayudar a otros padres que perdieron un hijo y buscando una editorial que los apoye.

“Lo que a mí me ayudó fue aprender a vencer el paradigma de la muerte. Entender que la muerte es física pero esa alma no muere. Yo lo sentí con claridad el día del entierro. Pensé: ‘Acá dejé un envase, Agustín está en otro lugar’, se despide Silvia. Para algunos, el pensamiento será un simple consuelo, para ella no lo es.

“Claro que no, hay que estar atentos a las señales. Mi primer Día de la Madre sin él, me desperté, salí al jardín y vi que todas las orquídeas habían florecidas a la vez. El día del cumpleaños de mi marido, floreció un cactus que llevaba ocho años sin ninguna flor. Alguien nos comentó ‘mirá si habrá tenidos días para florecer ese cactus’. A mí no me asombra la verdad, así era nuestro hijo, alegre, lleno de vida, siempre que aparecía se hacía notar”.

(INFOBAE)