El 6 de marzo de 1834, el gobernador Pascual Echagüe organizó los servicios policiales en el territorio provincial. Hoy se celebra el Día de la Policía entrerriana. La mirada colectiva pocas veces se posa con realismo sobre un fenómeno tan sensible y doloroso como es la muerte en servicio de un agente del orden. Atribuirlo ligeramente a una alternativa natural aceptada, es de una gran candidez que soslaya su condición de servidor público con códigos muy severos y reglamentos muy precisos.
Alejarse de ellos debe enfrentar inexorablemente el brazo sancionatorio. La realidad exhibe que el crecimiento del delito en todas sus formas y en paralelo el empleo de armas de altísimo calibre en manos de los facinerosos sin reglas morales ni respeto por bienes y vidas ajenas, se ubica hoy a la cabeza de los males que la ciudadanía debe padecer. Un policía de gatillo fácil es duramente anatematizado con prontitud (y sometido como se debe a las normas disciplinarias), pero un delincuente de habitual gatillo fácil que tiene siempre en la mira la humanidad del uniformado, no siempre es centro de una rápida y explícita condena social. Incluso existen “juristas” que apuntan a la sociedad como motivadora de las fechorías de los malandras “por abandono y segregación” (?).
A propósito: días pasados en Concepción del Uruguay se denunció un caso de exceso policial en la vía pública contra un joven, eludiéndose las reglas de actuación y comportamiento. La escena quedó registrada y allí se da la aplicación rígida de los reglamentos que –dado el caso- contemplan hasta la separación de la fuerza.
Mientras los abolicionistas sostienen que una cárcel es la “organización burocrática de la venganza” y “el sistema penal es uno de los principales generadores de violencia y delitos de las sociedades contemporáneas”, el problema se agudiza. En tanto ¿qué hacemos con las inocentes víctimas? Admitamos que la prevención del delito y la reinserción social del autor es una materia pendiente que lleva tiempo por su complejidad.
Hay quienes argumentan que el contexto ambiental tiene parte de responsabilidad en la falta de frenos morales del victimario, pareciendo exhumar el pensamiento de Jean Jacques Rousseau: “El hombre es bueno por naturaleza, es la sociedad la que lo corrompe” (tema de un debate de nunca acabar). Esto fue dicho en el Siglo XVIII pero ¿qué asentimiento darle ante hechos vandálicos y sanguinarios como los actuales, donde se ha devaluado tanto la vida humana?
Los policías aceptan ofrendar sus vidas como compromiso natural, preservando a los honestos de los forajidos. Numerosos efectivos pierden la vida o arrastran graves secuelas a consecuencia de su labor cotidiana de enfrentar y reprimir el delito. Resulta un juego de dura ironía afirmar que los únicos que no pueden reclamar seguridad para sí, son los encargados de procurarla para los demás.
Nadie puede desconocer que la inseguridad personal de un policía, emerge del grado de peligro que conlleva su propia función y constituye un presupuesto asumido y aceptado por quién decide enrolarse en tan difícil misión.
Hay una vieja tendencia a denostar a la fuerza pública –donde, reconózcase, no todos se comportan como angelitos-, pero cuando se sufren ataques personales y despojos de bienes conseguidos con sacrificio, lo primero que se hace es llamar al 911 como salida desesperada. Cuando se cae el avión, se hunde el barco o tiembla el suelo, hasta los ateos se encomiendan a Dios.
Los ciudadanos advierten hoy un creciente grado de inseguridad y sus vidas y pertenencias están en peligro las 24 horas del día, los sietes días de la semana y los 12 meses del año. Las balas de los malhechores se dirigen por igual hacia quien sea (con o sin uniforme), con similar saña y carga de odio. Pero no se puede convalidar que quienes ocupan un rol de protección de vidas y bienes frente a ese conflicto social tan severo y cotidiano que es el delito, se conviertan en fácil “carne de cañón” ante las balas asesinas de quienes no titubean en apretar el gatillo como una virtual cacería. Cada agente de policía recibe en su periodo de instrucción y etapas de teoría y adiestramiento práctico, conceptos y enseñanzas destinados a luchar contra la delincuencia en todas sus manifestaciones.
Pero la realidad exhibe que la brutalidad de la delincuencia convierte en blanco fácil al vigilante. Es que mientras él no puede prever cuándo, de quién y de dónde provendrá la bala asesina, el malviviente dispara contra un uniforme sin interesarle quien lo viste. Sin embargo, se asume el peligro. ¿Es admisible que se deba convertir con tanta facilidad en destinatario de la irracionalidad callejera?
La lógica elemental nos dice que un policía formado profesionalmente que se pierde, no se reemplaza fácilmente como se hace con un patrullero destruido, un uniforme rasgado o un par de borceguíes gastados. Lo que se pierde es mucho más que una chapa numerada. Es un ser humano con nombre, apellido y familia, técnica y mentalmente preparado para ser brazo armado de la ley, que debe sujetarse a estrictas normas internas, colocando el servicio por encima de su propia vida.
No faltan quienes descalifican a las instituciones cuando un miembro se excede en su cometido, en una errónea generalización. Como hemos dicho, cuando el delito los golpea su primera apelación es a la policía; lo primero que viene a su memoria es su auxilio. No es redundante reconocer los avances de la tecnología de punta incorporados como auxiliares insustituibles y la especialización –incluso en el exterior- de futuros expertos.
Un efectivo, por lo que representa dentro de la maquinaria de la represión legal, no se agota en las necesidades de la institución que lo preparó o en los afectos familiares que lo contienen. En todo sitio es un signo de respaldo constante. Aquella vieja figura del “policía de facción”, conocedor del barrio y amigo de sus habitantes que identificaba hábilmente a cada merodeador extraño, hoy ha sido restaurada, pero también los enemigos de la ley han incorporado nuevas estrategias y artilugios que demandan mayor adiestramiento y tecnificación para enfrentar un fenómeno que asola a todas las sociedades.
La ya demasiado frecuente muerte de policías en cumplimiento de su deber, consterna a familiares y camaradas, pero además constituye una irrecuperable pérdida comunitaria. Ello no sólo impacta por los propios sucesos en sí mismo –como cualquier muerte violenta- sino que acentúa la inquietud porque parece que matar policías se consolida dentro del hampa como un trofeo virtuoso.
Mención necesaria: ¿dimensiona debidamente la sociedad la vigilia de la madre de un policía deseando que nunca llegue la noticia fatídica?
Pobres de las sociedades que ignoran semejantes realidades, porque, aunque la profesión de policía sea producto de decisiones personales, acuñadas en una sólida vocación, no por ello debemos quedarnos de brazos cruzados ni mantener silencio frente a lo que ocurre en nuestra Argentina con un fenómeno casi naturalizado. El asesinato de un vigilante en servicio, es un crimen contra la sociedad. Es la manera con que los delincuentes buscan limpiar su ruta tapizada con desprecio por la vida, los bienes y la tranquilidad de los demás. Es el procedimiento con que los enemigos de la ley y de toda forma de convivencia, intentan allanar los obstáculos para cometer sus tropelías.
No estamos diciendo que la muerte de un policía sea más grave que la de cualquier persona caída bajo las balas de la delincuencia ni tampoco justificando las situaciones en que la vida de dignos ciudadanos ha sido tronchada por gatillos fáciles de algún uniformado, porque en todo caso es la aplicación lisa y llana de los reglamentos internos (y el Código Penal) lo que lleva a poner las cosas en su lugar y dictar condenas ejemplarizadoras. Y allí también el policía rinde cuentas que no siempre termina rindiendo el malhechor en los estrados. Es menester sostener la acción de quienes, sabiendo que hay una familia que los aguarda angustiadamente en su hogar, no vacilan en ponerle el cuerpo a las balas asesinas, con las desventajas que hoy plantea esa lucha. Porque el delincuente tiene la muerte del prójimo como una hipótesis natural, del mismo modo en que cada defensor de la ley, herramienta esencial de la justicia, sabe que en cualquier sitio u horario puede dejar su propia vida. Sin embargo, su actitud, lejos de decaer, incentiva su entrega y lo torna más decidido aún. Quede claro que estas consideraciones alcanzan a todas las fuerzas de seguridad, sin distinción alguna.
Ha sido de enorme trascendencia la incorporación de la mujer en todos los cuadros escalafonarios, aún los de mayor grado de responsabilidad. Un positivo paso que desterró la misoginia de las fuerzas de seguridad. Una referencia ineludible es cuando hombres y mujeres se convierten en improvisados obstetras o salva vidas en incendios o catástrofes de distinto grado. Sin contar las maniobras de RCP que llevan al prójimo a esquivar la muerte. Para ellos el peligro
extremo es un componente natural derivado de su inicial compromiso.
Cuando un policía muere en cumplimiento de su deber, el dolor y el llanto son compartidos por sus familiares, camaradas, amigos y la sociedad toda. Pero la gloria siempre será toda suya.
Especial para ANALISIS