Vivió 60 años. Respiró en la primera infancia los aires campesinos de Villaguay, donde había nacido en 1924. A los 17 años decidió la distancia de los suyos para estar cerca de los escenarios teatrales de Buenos Aires.
Roberto Romani
Osvaldo Terranova se incorporó al Seminario de Arte Dramático en 1948 y, mientras se ganaba la vida como lavacopas, supo que su destino estaría para siempre ligado al mundo teatral, llevando adelante desafíos de largo alcance y proyectando al mundo la impronta de los mejores dramaturgos del continente.
Los primeros reconocimientos llegaron por su participación en el grupo fundador de “Las dos carátulas”, clásico espacio que puso al aire Radio Nacional con enorme repercusión en todo el país.
Dueño de una clara personalidad interpretativa, dramas y comedias lo tuvieron como protagonista excluyente. Todavía se escuchan aplausos en los viejos templos artísticos recordando sus memorables actuaciones en “Mateo”, “He visto a Dios” y “Barranca abajo”, o su incursión en la cinematografía a través de “La Patagonia rebelde” y “Los gauchos judíos”.
En los últimos viajes a su ciudad natal, donde lo aguardaban los entrañables amigos de la infancia para evocar instancias felices, con la mirada niña asombrada por barriletes encantados que se elevaban a los cielos altos de la “calle ancha”, se detenía a escuchar los pájaros en su chacra provinciana, mientras repasaba los libretos de su próxima actuación.
El 4 de octubre de 1984, después de haber recuperado un gesto de ternura y multiplicado añoranzas de pueblo chico entre las manos afectuosas de Villaguay, se imaginó otra vez frente al público, junto a los hermanos Discépolo, Enrique Muiño, Blanca Podestá o Enrique Serrano, y ordenó que bajaran el telón de la fantasía.
Lloraron su partida Beatriz Doré, la extraordinaria actriz uruguaya que fue su compañera; y Rita, su hija, que ha prolongado en las bambalinas del nuevo siglo la misma pasión por el escenario que sigue.
Y lo despidieron millones de espectadores que, en cada rincón de la esperanza, juntan sus almas para agradecer al “rey del grotesco”; ciudadano de la gracia, quien entre acto y acto se ríe a carcajadas de la muerte y del olvido.
(El Diario)