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Se ofrece trabajo y no viene nadie. Un provocador diagnóstico sobre la maltrecha cultura del trabajo

octubre 26, 2022

Más allá de cómo crear empleo deberíamos preguntarnos cómo “crear” empleados, y refundar el entusiasmo y la pasión de los jóvenes para insertarse en la aventura de la carrera laboral, sostiene Luciano Román, desde una columna publicada por el diario La Nación.

Se esté de acuerdo total o parcialmente, o lisa y llanamente en desacuerdo, lo cierto es que los planteos de Román tienen la virtud de provocar la reflexión, con el foco en un intangible imprescindible para toda comunidad: la cultura del trabajo.

Aquí, lo que dice:

La pregunta sobre cómo crear empleo aparece una y otra vez en el debate público. Tal vez sea necesario, sin embargo, incorporar otra que se escucha poco y nada: ¿cómo “crear” empleados? O, dicho de otro modo, ¿cómo refundar el entusiasmo y la pasión por el trabajo? ¿cómo formar a los jóvenes para insertarse en el compromiso y la aventura de la carrera laboral?

Parece una paradoja, pero en la Argentina hoy es más difícil conseguir un empleado que un empleo. No es el retrato de un país que tenga resuelta la cuestión laboral ni que nade en la abundancia. Según datos oficiales, cerca de la mitad de la población (unos 22 millones de personas) recibe algún tipo de subsidio o beneficio estatal. Sin embargo, cada vez más comercios, talleres y pequeñas empresas se encuentran con la misma dificultad: tienen vacantes, pero no logran ocuparlas. Hay negocios que no pueden expandirse porque no consiguen quién los atienda, o que, por la misma razón, se ven imposibilitados de abrir los fines de semana. ¿Cómo se explica? La respuesta obliga a bucear en un fenómeno complejo y multifacético, que excede las consecuencias más visibles de la expansión de los planes. El trabajo, que antes era el gran organizador social, ahora parece ocupar un lugar distinto en la escala de aspiraciones colectivas e individuales.

Los planes sociales no solo minaron la “cultura del trabajo”: se han convertido en una opción más de la canasta de ingresos por los que se puede optar. Sus beneficiarios sacan cuentas que en casi ningún caso cierran a favor del trabajo: si un empleo de ocho horas en un negocio o una fábrica implica perder el plan, y además restarle tiempo a alguna “changa”, gastar en ropa y en transporte y pagarle a alguien para que cuide a los chicos o dejar la casa sola (expuesta a los despojos de la inseguridad), la conclusión es categórica: no conviene. El plan, que debía ser un paliativo circunstancial, una ayuda en la emergencia, una situación de la cual tratar de salir lo más pronto posible con un empleo productivo y digno se ha transformado en una fuente de ingresos que tiene el mismo estatus que cualquier trabajo. No se lo ve como una ayuda sino como un derecho. Eso se articula con un discurso ideológico que devalúa las obligaciones y que no estimula ni premia el esfuerzo.

Otra pata del problema está, sin dudas, en la educación. Las dificultades del sector privado para encontrar personal calificado tienen que ver, también, con las deficiencias de un sistema educativo cuya mayor ambición se ha reducido a “contener” a los jóvenes. No aspira ya a formar, ni para la vida ni para el trabajo, y mucho menos para competir en el mercado laboral con algún nivel de excelencia. A eso se suma la falta de una articulación con la escuela para la formación en oficios que ofrezcan salida laboral en rubros tan necesarios como demandados. La industria no encuentra torneros ni soldadores; en la construcción se extinguieron los ebanistas y hay cada vez menos herreros; las tintorerías cierran por falta de planchadores. El sistema educativo, sin embargo, no parece registrar ninguno de estos fenómenos, o los ve como un problema ajeno.

La idea del aprendiz se ha desdibujado. Se ha perdido la naturalidad con la que un chico empezaba a familiarizarse con el trabajo. Hoy muchos padres –sobre todo en las clases medias urbanas– rechazan que sus hijos hagan experiencias laborales en la escuela o fuera de ella. La idea del progreso vinculada al trabajo parece estar en crisis. El concepto de “carrera” está muy devaluado y los objetivos de forjar una trayectoria, escalar en un escalafón y avanzar paso a paso en una estructura jerárquica parecen todos fuera de época. La visión de futuro y largo plazo pierde terreno frente una filosofía que incita a “vivir ahora” y disfrutar el presente. Ha ganado espacio la noción de “bienestar” y ha perdido prestigio la de “sacrificio”. Tal vez eso exprese una evolución positiva, con menores presiones sociales y mayores libertades de elección. El riesgo, sin embargo, es que se pierda la cultura del esfuerzo. Puede mirarse con optimismo y complacencia un cambio de época que alienta a privilegiar otras cosas y a vivir “más relajados”, pero hay algo que no cambia con los siglos: los que obtienen logros en la vida (desde Platón hasta Fernando Polack; desde quien crea la vacuna contra el Covid hasta quien, desde un hogar extremadamente humilde, logra un empleo en blanco en un supermercado o una tienda) siempre son los que se apasionan, trabajan duro y se esfuerzan en pos de sus propios sueños.

En un tiempo no demasiado lejano, el trabajo definía a las personas; ahora, cada vez menos. Antes no se trabajaba “de algo”, se “era algo”. El oficio o profesión eran una forma de encajar en el mundo, de tener un lugar de pertenencia y de definirse ante los demás y ante uno mismo.

Entre las nuevas generaciones, hoy muchos se resisten a que el trabajo los defina. Las identidades son cada vez más restringidas y subjetivas: parecen más desconectadas del lugar que se ocupe en la estructura laboral. Se ha diluido, por ejemplo, el orgullo de ser “operario”, “maestro” o “ferroviario” para enarbolar, en cambio, identidades vinculadas a las inclinaciones y los gustos personales, la ideología, la estética o la autopercepción. Además, el esquema laboral (horarios, rutina, jefaturas) desentona cada vez más con la organización en otros ámbitos de la vida. Los esquemas son cada vez más flexibles en las escuelas, en las universidades, en las familias. A muchos jóvenes les cuesta adaptarse a estructuras rígidas de exigencia, porque no las conocen ni están “entrenados” para eso. La cultura de la organización laboral, que antes sintonizaba con la del sistema educativo y la de la propia vida familiar, hoy ha perdido esa conexión. La ruptura plantea, por supuesto, un desafío de adaptación. Para muchas organizaciones tal vez exija un replanteo de sus modelos de trabajo. Pero ¿cuál es el punto de equilibrio? ¿La flexibilidad supone renunciar a la exigencia? Son preguntas que aún generan desconcierto en el universo laboral.

Otra parte del problema es que el trabajo no les garantiza hoy a los jóvenes lo que les garantizaba a sus padres o a sus abuelos: “ser empleado postal” o “metalúrgico”, por ejemplo, era ocupar un lugar en la sociedad, tener un espacio de pertenencia, ganar un salario digno, acceder a una vivienda. Hoy son pocos los empleos que aseguran eso. Esa falta de garantías conspira contra el compromiso, el entusiasmo y la ilusión del progreso.

La economía argentina, por otra parte, se ha corrido hacia la marginalidad. Algunos cálculos ya estiman que el 50% de la actividad es “en negro”. El trabajo informal también crea una cultura diferente en relación con el empleo: es esencialmente provisorio, inestable, irregular. Refuerza, a la vez, la ruptura con el largo plazo. Es trabajo para hoy, incertidumbre para mañana.

Algo de todo esto se acentuó con la pandemia. Por una mezcla de razones y de distorsiones, de fundamentos y de dogmatismos, de precauciones y de comodidades, el trabajo pasó a segundo plano. Hoy, muchas estructuras laborales no han logrado todavía recuperar los niveles de dedicación, de compromiso y de regularidad previos a la cuarentena.

En algunos aspectos, mientras tanto, la sociedad se organiza sin tener en cuenta el trabajo. Por ejemplo, el fútbol se juega un miércoles o un jueves a las 3 de la tarde (algo impensable hace 20 o 30 años). Y las canchas se llenan igual. Se decretan asuetos y feriados sin reparar en las consecuencias que puedan tener para el mercado laboral.

Desde el poder, lejos de mostrar compromiso con el trabajo, se exalta lo contrario. Un ejemplo caricaturesco lo aportó la semana pasada el diputado Carlos Heller en la Comisión de Presupuesto: “Ahora no voy a trabajar, voy a ver a Boca”, dijo ante otros legisladores que festejaron la franqueza. Parece un derrape menor, pero de algún modo “marca la cancha” de lo que se le puede exigir a cualquier trabajador. Si el diputado se va a ver a Boca el jueves a la tarde, ¿por qué el ordenanza debería quedarse en su trabajo? El Estado (que ocupa un rol cada vez más relevante como empleador) fija un estándar de “flexibilidad” en el compromiso laboral.

En este paisaje, hay un dato que podría ser arbitrario, aunque quizá sea ilustrativo: una heladería ofrece trabajo y no consigue a nadie, pero para entrar a Gran Hermano (que simboliza la idea de “ganar sin hacer nada”) se inscribieron 10.000 aspirantes en un solo día. Es una foto recortada, y –por supuesto– deja afuera a millones que todos los días se esfuerzan en sus estudios, en sus trabajos, en sus creaciones e investigaciones. La cuestión no está en las individualidades, sino en el rasgo saliente de una época.

¿Cómo recuperamos la ética y la mística del esfuerzo? ¿Cómo volvemos a conjugar el trabajo con el compromiso? Son preguntas que reclaman protagonismo en el debate público de la Argentina.
Fuente: La Nación