Allá van. En unas horas más, cuando las primeras luces del día iluminen la costa de Francia, desde tierra un soldado alemán va a describir el espectáculo de forma muy gráfica: “Era como si una gran ciudad, con edificios muy altos, hubiera brotado del mar y avanzara hacia nosotros”. Son siete acorazados, veintitrés cruceros, ciento cuatro destructores, ciento cincuenta buques de escolta, doscientos setenta y siete dragaminas, todos británicos, americanos o canadienses a los que se habían sumado algunos buques franceses, polacos, holandeses y noruegos, y cinco mil lanchas de desembarco que van a descargar en las playas, o van a intentarlo, ciento sesenta mil soldados
Es la más grande operación militar de la historia, destinada a terminar con la Alemania nazi de Adolf Hitler, con su idea de dominar al mundo, con su política basada en una supuesta supremacía racial, con los asesinatos de millones de personas en campos de concentración de los que todavía hay escasas noticias, con una maquinaria de guerra que durante cinco años había oprimido a los pueblos de Europa.
Era el Día D. El 6 de junio de 1944, hace ochenta años, lo que entonces se llamaba “el mundo libre” y lo era, que había sido humillado y sojuzgado por Hitler, la Gran Bretaña atacada, la Francia ocupada, la Polonia cautiva, la Unión Soviética invadida y casi destruida y los Estados Unidos enfrentado con Japón después del ataque a Pearl Harbor en diciembre de 1941, habían unido sus fuerzas para plantarle cara al nazismo, reimplantar la libertad, reconstruir un continente y acabar con la muerte como una forma de hacer política.
La invasión del 6 de junio empezó en realidad en la noche del 5, cuando mil doscientos aviones transportaron a tres divisiones de paracaidistas detrás de las líneas alemanas en territorio francés. Eran la 6ª División Aerotransportada británica, y las legendarias 101ª y 82ª División Aerotransportadas de Estados Unidos, con tropas dispuestas a lanzarse desde los planeadores remolcados por los aviones de guerra. Esa fue, es otra historia, la primera gran batalla de Normandía, la más silenciosa.
Al mando de aquel ejército enorme estaba el general americano Dwight D. Eisenhower que tenía el cargo de Comandante Supremo de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas. Había sido designado en mayo de 1943 durante la Conferencia Trident celebrada en Washington entre el presidente Franklin Roosevelt y el primer ministro británico Winston Churchill. El general británico Bernard Montgomery era su segundo virtual, como comandante del XXI Grupo de Ejércitos que agrupaba a todas las fuerzas terrestres que tomarían parte de la invasión.
En aquella conferencia, Roosevelt y Churchill decidieron cuál sería el sitio de desembarco, Normandía; eligieron las cinco playas a las que llegarían las tropas y les dieron el nombre clave, de oeste a este, de Utah, Omaha, Gold, Juno y Sword. Utah y Omaha a cargo de los americanos, Sword y Gold en manos de los británicos y canadienses y Juno a ser tomada por canadienses, británicos, franceses, polacos y noruegos.
Si toda gran historia puede contarse a través de las pequeñas, la primera de ellas dice que la invasión empezó un día más tarde. Iba a lanzarse el 5 de junio, pero dificultades meteorológicas y el temor de tormentas en la costa y del mar embravecido la retrasaron un día. El 5 de junio, Eisenhower visitó a los paracaidistas que esa misma noche saltarían a Francia tras las líneas alemanas, antes de que la gran flota aliada partiera de Inglaterra.
El comandante supremo, que había nacido en Texas pero se había criado en Abilene, Kansas, se acercó a un grupo de soldados, camuflados ya y listos para abordar aviones y planeadores, y quiso saber si había algún soldado de ese estado. “Yo soy de Kansas, señor”, le dijo Sherman Oyler, un chico de veintitrés años. Según narra el historiador Stephen Ambrose en The Victors: Eisenhower and his boys. El comandante se acercó al soldado y preguntó: “¿Cómo te llamas, hijo?”. Pero el muchacho estaba paralizado y mudo frente al general y a las bromas de sus compañeros: “Vamos Oyler, decile cómo te llamás”. Por fin, el general y el soldado hablaron sobre sus pueblos natales, Caldwell en el caso de Oyler.
El general quiso saber si el soldado tenía miedo y Oyler contestó que sí. “Es natural -le dijo Eisenhower-. Sería de locos no tenerlo. El truco consiste en tirar para adelante. Si te paras, empiezas a pensar y pierdes el objetivo: podrías convertirte en una baja. Lo ideal, lo perfecto, es seguir para adelante”. Al final, Eisenhower le dijo: “Oyler, ya sabés que los alemanes nos han hecho pasar un verdadero infierno durante cinco años. Es hora de que lo paguen. Ve por ellos, Kansas”. Oyler debe haber seguido las instrucciones del comandante al pie de la letra: sobrevivió a Normandía y a la guerra. Murió el 22 de abril de 1999, a los setenta y ocho años, en Topeka, Kansas.
Después, Eisenhower encaró al teniente Wallace Strobel, de veintidós años, líder de pelotón del regimiento 502 de paracaidistas de la 101ª División. Una famosa foto muestra a los dos en plena charla: el oficial, con la cara tiznada y un cartel con el número “23″ en el pecho, el número del planeador al que debía subir. Strobel era de Michigan. “Ah, Michigan -dijo Eisenhower-. Buena pesca por allí. Me encanta”. El comandante quiso saber si Strobel y sus hombres estaban listos, y el teniente le dijo que sí, que según él, no iba a haber demasiados problemas: “Deje de preocuparse, general, nos vamos a encargar de todo por usted”. Strobel también sobrevivió a la guerra. Murió en Michigan el 27 de agosto de 1999 a los setenta y siete años. En 1992 había donado su uniforme de combate a la Dwight D. Eisenhower Library.
Todo desbordaba optimismo, pero los ánimos eran muy otros. Eisenhower diría años después que uno de los peores momentos de su vida militar había sido hablar con los hombres a los que enviaba a un destino que podía ser el de la muerte. No era sólo eso. En el bolsillo de su chaqueta, Eisenhower guardaba un mensaje garabateado a mano, con letra nerviosa y tachaduras enérgicas. Decía: “Nuestros desembarcos en el área de Cherburgo-Havre no lograron un punto de apoyo satisfactorio y he retirado las tropas. Mi decisión de atacar en este momento y lugar se basó en la mejor información disponible. Las tropas, el aire y la Marina hicieron todo lo que la valentía y la devoción al deber podían hacer. Si alguna culpa o falta se atribuye al intento, es solo mía”. Era por si todo salía mal. Tan nervioso estaba el comandante, que puso en la línea final de su mensaje una fecha equivocada: “July 5″. Y era 5 de junio.
A sus hombres no les dijo nada de eso. Al contrario, hizo preparar una Orden del Día para el 6 de junio, que corrigió de puño y letra, en la que expresaba: “Soldados, marineros y aviadores de la gran Fuerza Expedicionaria Aliada. Están a punto de embarcar en la Gran Cruzada, para la que nos hemos estado preparando estos meses. Los ojos del mundo están sobre ustedes. Las esperanzas y oraciones de las personas amantes de la libertad en todas partes marchan con ustedes. En compañía de nuestros valientes aliados y compañeros de armas en otros frentes, conseguirán destruir la maquinaria de guerra alemana, la eliminación de la tiranía nazi sobre los pueblos oprimidos de Europa y seguridad para nosotros mismos en un mundo libre (…)”. De esa Orden del Día se imprimieron ciento setenta y cinco mil copias que fueron entregadas a todas las tropas que iban a participar en el Día D, muchas de ellas parte del contingente de un millón y medio de soldados estadounidenses destinados en Gran Bretaña.
La primera playa a la que llegaron las tropas aliadas fue Utah, porque en esa costa la marea subía antes. Era un sitio muy defendido por los alemanes con una hilera de cañones emplazados en lo alto de los acantilados. Debajo, y al nivel de los riscos situados más allá de la línea de pleamar, brillaban las temidas baterías de 88 milímetros, un arma de terrible eficiencia. Era parte del “Muro del Atlántico” diseñado por el mariscal Erwin Rommel, a quien Hitler había encomendado la defensa costera. Sin embargo, en uno de los primeros milagros de la jornada, una fuerte corriente activada por las tormentas de días anteriores y un leve error de navegación en el buque que marcaba el rumbo del desembarco desvió todo unos dos kilómetros al sur, hacia otra franja de playa menos defendida y sin acantilados: los invasores tomaron la playa y avanzaron hacia las dunas sin que los alemanes pudieran siquiera abrir fuego contra ellos.
El infierno se desató en la playa Omaha. Casi todo salió mal y pudo salir peor. Omaha era un terreno de costa alargado, con una suave curva; vista desde el mar, la playa terminaba a la derecha en unos enormes acantilados. Albergaba a tres pequeños pueblos costeros: Colleville-Sur-Mer, Saint-Laurent-Sur-Mer y Vierville-Sur-Mer y a unas pequeñas ramblas aptas para los vehículos que debían salir de la playa después del desembarco, en especial los blindados. Pero las lanchas de transporte se habían detenido a cinco mil metros de distancia de la costa ante un mar que estaba demasiado picado. Los blindados fueron lanzados igual al agua. De los treinta tanques Sherman del 741 Batallón, veintisiete se fueron a pique y solo dos llegaron a la playa… flotando. Se ahogaron treinta y tres miembros de esas tripulaciones.
El formidable bombardeo naval y aéreo destinado a minar la resistencia alemana, que se había iniciado al menos una hora antes de la invasión terrestre, no tuvo casi ningún resultado en Omaha. En la media hora previa a la “Hora H del Día D”, los Liberators y los Fortresses de la 8ª Fuerza Aérea americana lanzaron trece mil bombas: ninguna cayó en Omaha ni en las defensas alemanas, sino detrás de la cima de los acantilados. Eso hizo murmurar a un capitán con irónica desesperación: “¡Dios mío! ¡En vez de matar a los alemanes los hemos despertado!”.
Los alemanes ya estaban despiertos. Las baterías costeras tenían un ejercicio de tiro preparado para ese día, en especial en la zona de Omaha donde los alemanes habían desplegado la mayoría de sus cañones checos de cien milímetros. Pero en el cuartel general de Rommel en La Roche-Guyon también habían saltado las alarmas mucho más temprano. Sólo que Rommel no estaba en Francia ni en Normandía: había viajado a su casa de Herrlingen, Alemania, porque era el cumpleaños de su mujer. Así se empezó a gestar el segundo gran milagro del Día D al que el propio Rommel iba a bautizar como “El día más largo”, y que el escritor Cornelius Ryan hizo famoso como “El día más largo del siglo”, una de las primeras reconstrucciones históricas del desembarco. En lugar de Rommel estaba al mando el general Hans Speidel: lo despertaron a las dos y media de la mañana del 5 con la noticia del lanzamiento de paracaidistas detrás de las líneas. Y Speidel restó importancia a la novedad a la que tomó como una operación aliada para reforzar a la resistencia francesa: no creyó necesario despertar a Rommel en Alemania.
El mariscal de campo Gerd von Rundstedt sí fue despertado por su oficial de operaciones, el general Bodo Zimmermann. Von Rundstedt era incluso el superior de Rommel porque comandaba las tropas del frente occidental, en retirada hacia Berlín frente al avance ruso. Entendió enseguida qué significaban aquellos paracaidistas: no podía ser otra cosa que la fase inicial de un ataque importante. Así que hizo lo que su rígido espíritu prusiano le dictó: se bañó, se afeitó, se vistió con su uniforme completo y ordenó lo que no podía ordenar: que dos divisiones de tanques Panzer, una estacionada en Caen y otra en Orleans, se largaran a todo trapo a Normandía. Después de todo, Caen no estaba demasiado lejos de las playas del desembarco.
Era una orden correcta, pero que von Rundstedt no podía dar: sólo Hitler podía mover a esos refuerzos. Rundstedt lo ordenó igual y llamó al cuartel general del Führer en Berlín, convencido de que los generales al mando, a quien von Rundstedt detestaba por adulones y torpes, aprobarían su decisión. No la aprobaron. Cuando el jefe del Estado Mayor de Hitler, general Alfred Jodl, despertó a las seis y media de la mañana y fue informado de lo que pasaba en Normandía, estalló en un ataque de furia y ordenó revocar la orden de von Rundstedt. Ni siquiera lo consultó con Hitler porque el Führer dormía y no valía la pena despertarlo. Si esos refuerzos se hubieran movido, el desastre en Omaha, y aún en las otras cuatro playas, hubiera sido mayor.
Omaha ya era un desastre mayor. Las lanchas de desembarco saltaban sobre las olas agitadas. Las tropas de infantería, apretadas como en una lata de sardinas, apenas podían moverse: el mar mareaba a los soldados y los hacía vomitar en sus cascos. Con las lanchas de desembarco frenadas a cinco mil metros de la costa, muchas de las tropas que saltaron al agua se hundieron para siempre por el peso de sus mochilas, cuarenta y cinco kilos. El resto nadaba, los que sabían hacerlo, y se deshacían de sus pesados equipos y hasta de sus armas. Los que llegaban a las playas eran ametrallados por los alemanes como blancos en una galería de tiro: todas las armas nazis apuntaban directo a las rampas bajas de las lanchas. Relató después un soldado: “Si te escurrías debajo de la rampa para zafar de los disparos, podías morir aplastado. Muchos de nosotros no sabíamos nadar. Bajé con mi equipo y con el agua en los tobillos, pero a los pocos metros el agua me llegaba encima de la cintura. Logré ocultarme en uno de los obstáculo de acero colocado en la playa, pero muchos compañeros fueron barridos por los alemanes”
En medio del caos ya era imposible discernir entre vivos y muertos. El agua estaba llena de cadáveres y de infantes que se hacían los muertos para permitir que la marea los acercara a la playa. Contó luego un miembro del Primer Batallón de la 116ª de Infantería: “Vimos al sargento Pilgrim Robertson, un hombre muy devoto, que tenía una herida abierta en el extremo derecho de la frente. Caminaba como loco por el agua, sin casco. Lo vi caer de rodillas y ponerse a rezar el rosario. Entonces el fuego cruzado alemán lo partió por la mitad”.
Omaha era un matadero mientras las unidades de demolición de la Marina colocaban explosivos en las gruesas vigas de hierro enterradas mar adentro para impedir el avance de buques y lanchas. Detrás de esos obstáculos se acurrucaban soldados aterrados, así que los oficiales los obligaron correr hacia la playa, o atenerse a saltar por el aire con las cargas de demolición. La intención era abrir brechas de treinta metros entre los obstáculos de hierro, para permitir la llegada a la playa de las lanchas y el desembarco de las tropas en arena firme y ya no en el mar bravo. Las armas estaban trabadas por culpa de la arena y el agua y lo mismo pasaba con las radios a través de las que debía coordinarse el avance de las tropas, lo que contribuyó mucho más al caos general.
El fuego alemán mantenía a las tropas aliadas paralizadas, refugiadas al pie de los acantilados, con muchos heridos y sin poder tomar una decisión hasta que pudieran circular al menos los bulldozers blindados, que ni siquiera habían puesto una oruga en la arena.
En medio de aquella masacre, llegó la segunda oleada de lanchas. A las siete cuarenta y cinco de la mañana el capitán L. McGrath, del 116° de Infantería, vio que la marea subía con rapidez y conminó a sus soldados a salir de la playa: “Pero estaban acurrucados contra el rompeolas, encogidos, asustados, sin hacer ni conseguir nada. Estaban hundidos y asustados. Muchos de ellos habían olvidado que tenían armas de fuego para usarlas”. No era para menos: en Omaha se oían dos gritos desesperados: “¡Me dieron!” y “¡Médico!”. Tres palabras que reinaban por encima de los gritos y las arengas que impulsaban al coraje y la valentía que también se oían, algo más apagadas, en las tres playas en las que había sido dividida Omaha: Easy, Dog y Fox.
Los médicos, escasos, que habían llegado a la playa y seguían vivos, practicaban las curas más urgentes; fueron comunes las amputaciones sin anestesia, las dosis de morfina, el escarbar en heridas abiertas y profundas para espolvorearlas con sulfamida mientras encomendaban a Dios al herido; lo mismo, pero con el alma de los agonizantes, hacían los capellanes, también escasos, que repartían extremaunciones en aquel infierno. En la descripción de Omaha como símbolo sangriento del Día D, la playa quedó para siempre como “Omaha, la sangrienta”, coinciden historiadores de todos los estilos y épocas, desde Cornelius Ryan hasta Antony Beevor y su monumental Día D: La Batalla de Normandía, pasando por Stephen Ambrose, uno de los grandes biógrafos de Eisenhower y hasta por Larry Collins, siempre tentado a dar un toque de novela a sus épicos relatos.
Como a media mañana, la llegada de más lanchas de desembarco y de más oficiales de rango superior con sus planas mayores, puso algo más de orden en aquel caos. De todos modos, los logros aliados fueron fruto en gran parte del error: muchas lanchas desviadas por la fuerte corriente llegaron al sitio equivocado; eso dividió las unidades, pero hizo que los invasores hicieran pie en sitios poco o mal defendidos por los alemanes. Lo que los ingenieros del 146° Batallón Especial de Demolición Submarina buscaban, habían desembarcado por error a casi dos kilómetros al este del punto que tenían asignado, era fabricar brechas en las alambradas de púas que separaban la arena de la tierra firme. Y lo que querían los oficiales al mando de batallones dispersos, compañías y pelotones separados, era que sus hombres limpiaran sus armas, avanzaran entre la alambrada demolida, pasaran indemnes por el campo minado por los alemanes, pusieran por fin un pie en tierra francesa y atacaran las posiciones anazis.
El coronel Charles Canham, a quien sus soldados llamaban “Viejo Cara Larga”, con el brazo en cabestrillo por una herida menor y un Colt 45 en su mano izquierda dio una orden acaso poco militar pero gráfica y práctica: “¡Saquen de una puta vez a esos hombres de la playa! ¡Vayan y maten a algún puto alemán!”. No fue la única orden clara y certera que se oyó esa mañana en Omaha. El coronel George Taylor, del 116° Regimiento de Infantería, encaró a su tropa y les gritó: “¡Soldados! ¡En esta playa habrá dos clases de hombres: los que murieron y los que van a morir! ¡Así que, muevan el culo y salgamos de aquí!”. Le obedecieron. Pero no era fácil. Las tropas tenían frente a ellas el fuego enemigo y, a sus espaldas, la imposibilidad de retroceder: todo lo que debían hacer, lo harían además sin la protección de los blindados, que se habían hundido en el mar en el momento del desembarco.
Por fin, el Segundo Batallón del 16 de Infantería desembarcó entre Saint-Laurent y Colleville y cruzó la playa sin sufrir nada más que dos bajas. Parte del resto de las tropas, en especial el grupo de infantería bautizado como “Big Red One”, escalaron los riscos para enfrentar a las defensas alemanas: usaron pequeños cohetes para lanzar los ganchos destinados a clavarse en la piedra. Cuando pisaron tierra firme, hallaron decenas de hongos de cemento, las fortificaciones subterráneas alemanas, con un largo y estrecho rectángulo abierto en el frente por donde apuntaban los cañones y los tiradores de Rommel. Las pequeñas batallas fueron feroces.
Desde su buque insignia, el “Augusta”, el general Omar Bradley diría luego que aquellos hombres salvaron el día. Bradley era un militar muy cercano a Eisenhower que tenía en cuenta su tacto, su discreción y su astucia: por eso lo había designado comandante de las tropas que debían desembarcar en Utah y en Omaha. Las noticias de las desastrosas primeras horas en hicieron que Bradley, que usaba unos famosos anteojos redondos provistos por el Ejército, pensara con seriedad en evacuar Omaha y enviar todas esas tropas a Utah. Hubiese sido un desastre estratégico que habría puesto en riesgo el éxito de la misión. No lo hizo. Pero el recuerdo de Omaha lo atormentaría toda su vida. Murió en abril de 1981.
Cerca de las diez de la mañana, la 352ª División de infantería alemana envió un mensaje al cuartel general del general Erich Marcks, que había perdido un ojo en la Primera Guerra y era un tipo respetado, delgado y nervioso, con una cicatriz profunda que le cruzaba la nariz y la mejilla. El mensaje que leyó Marcks decía: “Al noreste de Colleville una fuerza enemiga de entre cien y doscientos hombres ha penetrado en nuestras líneas”. Era el principio del fin.
Omaha quedó casi sin defensas alemanas porque los británicos habían desembarcado en Gold, unos kilómetros más al este, y se transformaron en la amenaza más grave para los nazis. El general Dietrich Kraiss, al mando de la 352ª División, ya no pudo enviar más refuerzos a Omaha. El grupo de combate, Kampfgruppen, al mando de un teniente coronel de apellido Meyer, fue redirigido a Gold para enfrentar a las tropas del mariscal Montgomery. Horas después, por la tarde, Meyer estaba muerto y su grupo destruido: sólo noventa de sus tres mil hombres volvieron a unirse a la 352.
Cerca del mediodía, el coronel Benjamín Talley, ayudante del jefe de Estado Mayor de las fuerzas aliadas, general Leonard Gerow, un amigo personal de Eisenhower, envió un mensaje al buque “Ancon” de la marina estadounidense. Eran seis palabras esperanzadas: “Las cosas empiezan a pintar mejor”. Era en parte verdad porque cualquier mínima mejora en Omaha pintaba mejor. Pero el desembarco seguía siendo un caos, las misiones estaban retrasadas, la playa no estaba del todo asegurada, debían desembarcar blindados, tanques y bulldozers. Lo que a Telley le pintaba mejor era que en Colleville ya había fuerzas de infantería aliada, combatían en las calles y casa por casa; y que parte de la 29ª División y del 5° Batallón de Rangers habían entrado ya a Vierville-Sur-Mer. A mediodía, los americanos habían puesto en Omaha a dieciocho mil setecientos setenta y dos hombres.
Con los combates en las calles de los tres pueblos costeros frente a Omaha, el manejo de la batalla cambió de manos. Los alemanes denunciarían luego que parte de sus tropas que integraban los llamados “nidos de resistencia” habían sido “ejecutados brutalmente en contra de la Convención de Ginebra”. Antony Beevor afirma, aunque admite que no tiene confirmación por parte de ninguna de las versiones americanas, que hubo casos de ejecuciones ilegales, “motivadas sobre todo por la violencia del miedo reprimido y por el deseo de venganza después de la muerte de tantos compañeros”. Un soldado americano admitiría luego: “Nos encontramos con civiles que nos disparaban con fusiles alemanes y actuaban como observadores al servicio de la artillería. Les pegamos un tiro”. También fueron fusilados los prisioneros que se movían de modo sospechoso o inesperado.
A las cinco y veintiuno de la tarde, el coronel Talley envió un nuevo mensaje al “Ancon”. Decía que la playa permitía ahora en su mayor parte, “tráfico rodado y de vehículos con oruga”. El primer recuento de bajas aliadas en Omaha sumaba cerca de dos mil muertos, más una cantidad no determinada en esas horas de desaparecidos y heridos.
Cuando cayó el sol del día más largo del siglo, en las ensangrentadas cinco playas del desembarco los cadáveres de los soldados americanos eran mecidos con suavidad por las olas, los rayos iluminaban de dorado los restos de las batallas, lanchas de desembarco destruidas y repartidas por un escenógrafo caprichoso entre las olas y la arena, tanques quemados y destrozados, camiones, semiorugas, bulldozers y vehículos de transportes quebrados, ennegrecidos, volcados y rodeados por los escombros de las defensas alemanas, sembradas también de cadáveres de soldados de la Wehrmacht y por los restos de decenas de casas normandas casi en ruinas por las bombas que debieron caer en la playa, o por los disparos de la monumental batalla callejera que llevaba casi doce horas. Ciento cincuenta y cinco mil soldados aliados formaban la cabecera de playa más grande de la historia, símbolo también del valor más grande jamás desplegado por un ejército: más que Esparta, más que Tebas, más que Troya. Todavía faltaba lo peor, aquello era sólo el primer paso, pero era un punto de no retorno. Restaban apenas once meses hasta la rendición alemana, el 8 de mayo de 1945.
Eisenhower ni siquiera hizo un bollo con el papel que había escrito de puño y letra para dar a conocer el fracaso de la invasión que no fracasó. Lo guardó y es hoy una joya de los Archivos Nacionales de Estados Unidos.
(Infobae)