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Una historia de amor y la sombra del cura Moya en Villaguay

marzo 31, 2019
Enseguida se gustaron. Pero entonces no pensaron en lo que vendría después. Dos nenes en los primeros 90 que jugaban a ser novios: nada podía salir mal, nada malo podía pasarles.

Eso pensaban, aunque entonces no sabían –no podían saberlo- que el mal existe y que podía darles un zarpazo.

El Colegio La Inmaculada, de las monjas franciscanas de Gante, surgió del Hogar para Niñas La Inmaculada, fundado en Villaguay en 1908, después de que en 1893 llegaran las primeras religiosas belgas de esa congregación a la Argentina para afincarse en Villa Urquiza, a 42 kilómetros de Paraná.

La Inmaculada fue el lugar donde Silvio Sosa le propuso a Ayelén Pérez que sea su novia. Estaban en tercer año del secundario y aquel gesto, ser novios, provocaría un brote de celos que ninguno de los dos se imaginó.

Una sombra oscura que comenzó a acecharlos con la fiebre hedionda del despecho.

El cura Marcelino Ricardo Moya –nacido en María Grande el 17 de diciembre de 1967- llegó a Villaguay a finales del año de su ordenación, 1992. Tenía 25 años cuando asumió como vicario de la parroquia Santa Rosa de Lima.

Dos años después empezó a dar clases en el Colegio La Inmaculada. No le costó mucho ganar el favor de los jóvenes: organizaba torneos de fútbol, y su habitación, en la planta alta de la casa parroquial, era lugar de reuniones habituales.

Les prestaba su computadora, les enseñaba su guitarra, los alentaba a organizar torneos de fútbol, y hacía entre ellos un proselitismo amañado: elegía quiénes irían con él a recorrer capillas de pueblo, asistiéndolo como monaguillos. A algunos, también, se empeñaba en llevarlos hacia el sacerdocio.

***

El noviazgo entre Silvio y Ayelén transitó entre los recreos del colegio La Inmaculada y los alrededores de la parroquia Santa Rosa de Lima, de Villaguay –a 160 kilómetros de Paraná, en el centro de la provincia de Entre Ríos-: él se sumó al grupo de muchachos de Acción Católica que hacían tareas pastorales; ella miraba de lejos.

El cura Moya cultivaba cierta misoginia que no disimulaba mucho. De las reuniones en su habitación quedaban excluidas siempre las mujeres. Se inclinaba, y mucho, hacia los chicos. Sobre los muchachos tenía un dominio pegajoso.

Los domingos solía elegir a alguno para que lo acompañase a dar misa, y lo buscaba en su casa. Si un papá ponía algún reparo, respondía de modo cortante: “Se va con el cura”.

Silvio Sosa, que estaba entre ese reducido grupo de elegidos, pensó primero que eran amigos con Moya. El cura le hacía pensar eso: que eran amigos. Tan amigos que hasta le hacía obsequios: una guitarra, una camiseta de fútbol.

Un día, en la habitación de la planta alta de la casa parroquial, el cura estaba como siempre, rodeado de muchachos que organizaban un partido de fútbol. Faltaba un jugador y decidieron ir por Nacho. En el grupo que se preparaba para ir a la cancha estaba Ernesto Frutos.

Cuando todos salieron a buscar a Nacho, Moya frenó a Ernesto y le pidió que se quedara, que dejara a sus amigos que se fueran.

Cuando estuvo solo con Ernesto –entonces un adolescente-, y Ernesto estaba entretenido con la computadora, se paró detrás, le tocó la espalda, lo acarició, le frotó la remera contra el cuerpo, se acercó, puso su mano cerca del ombligo, y la bajó con un movimiento brusco: la metió adentro del pantalón de Ernesto.

Sorprendido y extrañado, Ernesto le dio un empujón en seco, lo alejó, se quedó mirándolo y salió corriendo. Moya no dijo nada. Ernesto, tampoco. Se horrorizó y se fue.

Se prometió nunca más volver.

Ernesto nunca más pisó una iglesia.

Con Pablo Huck pudo un poco más Moya.

Mientras Mercedes Huck, la mamá, daba clases de catecismo en un salón de la planta baja, arriba, en la habitación de la planta alta, el cura abusaba del hijo.

A Pablo Huck le llevó larguísimos años salir de la oscuridad y poner aquellos abusos a la luz. Un día de invierno de 2015 se presentó en los Tribunales de Paraná junto a Ernesto Frutos y juntos denunciaron al cura Marcelino Ricardo Moya por abuso y corrupción de menores.

Se abrió así la tercera causa penal contra un cura en Entre Ríos. Ya fueron condenados Juan Diego Escobar Gaviria y Justo José Ilarraz. Los dos a 25 años de cárcel. Los dos por abuso y corrupción de menores.

El lunes 29 de junio de 2015, Pablo Huck y Ernesto Frutos se sentaron durante horas ante el fiscal Juan Francisco Ramírez Montrull y contaron los abusos a los que los había sometido Moya.

Ese día, después de salir de Tribunales, Huck habló por primera vez del infierno: “Estoy jugado, quiero seguir con esto en la Justicia, y que no le pase a otro pibe lo mismo que me pasó a mí. Lo que me pasó a mí fue un robo de la inocencia, me quebraron la metáfora de la vida. Sentí que, de golpe, me dijeron en la cara que los reyes magos no existían. Yo siempre hice todo lo que debía hacer, como el chico bueno que era. Pero me pasó esto, y sentí que el mundo no tenía escrúpulos”, contó.

Moya empezó a ser enjuiciado el jueves 21 de marzo en los Tribunales de Concepción del Uruguay. Enfrenta los cargos de abuso y corrupción de menores, en ambos casos, delitos agravados por la condición de guardador.

Los fiscales Mauro Quirolo y Juan Manuel Pereyra pidieron una condena de 22 años de prisión para Moya, más la accesoria de la prisión preventiva en una unidad penal hasta que la condena adquiera firmeza. El 5 de abril, a mediodía, se conocerá el veredicto del tribunal.

El jueves 21, primer día de audiencias ante el Tribunal de Juicio y Apelaciones de Concepción del Uruguay, Silvio Sosa se presentó como testigo. Recordó ese último encuentro con el cura Moya, cuando las autoridades eclesiásticas decidieron sacarlo de Villaguay, en 1997, y enviarlo en misión a Chipre.

Moya lo hizo pasar a su habitación, en la casa parroquial, le pidió que se sentara en su cama. El cura hizo lo mismo: se sentó. Bien cerca de Silvio.

“Me pide quedarnos solos. Y ahí fue el intento de abuso. Me senté en la cama, y él se sentó al lado mío. Enseguida me tira en la cama, yo me quiero ir, y él me dice:´Dejame disfrutarte un poquito´. Fue una palabra vergonzosa. Me costó entender lo que pasaba. Me avergonzaba esa palabra: ´disfrutarte´. No podía encajar la situación en ningún lado. Me avergoncé de la palabra y del hecho. Me levanté y me fui. En esa época no se hablaba de esto. Y yo jamás lo hablé. Pude hablarlo quince años después, cuando tuve que ir a declarar en la Justicia por primera vez. Fue un lunes. El viernes anterior se lo pude contar a mi señora”, recuerda.

Silvio y Ayelén pasaron del noviazgo al matrimonio y con el matrimonio llegaron los hijos. Son padres de dos.

Ahora, dice Silvio, está en proceso de sanación. Fue después de declarar en la Justicia.

La causa contra Moya tiene dos denunciantes, Ernesto Frutos y Pablo Huck, y varios testigos, entre ellos Silvio Sosa y Ayelén Pérez.

“Yo fui a declarar como testigo. Pero no soy solo testigo. Con el pasar de la declaración fui viendo que había sido víctima también. Yo lo conocí al cura en el 95, cuando empezó a dar clases en La inmaculada. En el 96 nos acercamos a la Acción Católica. Tenía mucha llegada a la gente. A lo lejos, parecía una buena persona y un tipo en quien confiar. Era nuestro guía espiritual. Cerraba todo para que fuera un buen amigo para nosotros”, dice Silvio.

Pero esa amistad pronto se ennegreció. El cura empezó a buscar en Silvio una relación que Silvio, entonces adolescente, no podía entender. Esa relación se volvió chueca cuando Silvio formalizó noviazgo con Ayelén.

Entonces, Ayelén ocupó el lugar del maligno: la serpiente que le acercaba la manzana a Silvio. El cura Moya estaba ahí cerca para decirle que ese no era el camino.

El cura lo adulaba con regalos, lo ceñía a su alrededor con promesas de un futuro casto y de entrega a Dios.

Pero la relación entre Silvio y Ayelén prosperaba. Seguía.

Despechado y ruin, el cura le reclamó todos y cada uno de los regalos que le había hecho cuando se convenció que no podría romper la relación entre Silvio y Ayelén. En vano había tratado de convencerlo de que esa mujer no le convenía, que en su vida estaría todo mal, que era el demonio.

“Mientras yo tuve el proyecto de ser cura, estaba todo bien entre nosotros. Me regalaba cosas, la revista El Gráfico, una guitarra, una máquina de escribir. Era su preferido. Pero cuando apareció Ayelén, la relación empezó a cambiar. Me decía que eran obstáculos que me ponía el demonio. Que me tenía que alejar de esa tentación. Yo no entendía nada. Empecé a dudar. El cura era muy allegado a nosotros. Era un tipo que estaba en un montón de cosas nuestras”, recuerda.

Silvio dice que fue más fácil contarle a sus padres y a los papás de Ayelén que eran novios que ponerlo al tanto a Moya. “A partir de que se enteró, me pidió la guitarra que me había regalado, y un par de cosas más. Yo no entendía de qué iba nuestra amistada. Yo lo sentía como un amigo”, cuenta.

El viernes 5 de abril, a las 12, se sabrá si Moya termina en la cárcel por los abusos denunciados en la parroquia de Villaguay.

Ricardo Leguizamón  De la Redacción de Entre Ríos Ahora.