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COLÓN – Los misterios detrás del barco de cemento encallado en el río: el hombre que vio a “El Néstor” en su esplendor

agosto 19, 2023

En Colón, Entre Ríos, muchos se sorprenden al ver una embarcación de 60 metros de largo en las costas del Río Uruguay. El testimonio de Carlos Cottet, quien cenó en la cubierta junto a su papá. Y el mito de que la nave participó del desembarco de Normandía

«El Néstor» llama la atención de los turistas, que creen que es un monumento, pero en realidad es una embarcación encallada (Fotos: Roberto Alcides)

En las cercanías de la ciudad de Colón, provincia de Entre Ríos, más precisamente en las costas del Ríos Uruguay, entre San José y el ex Puerto Liebig, llama la atención una embarcación encallada en la playa. No solo por su tamaño, sino por el material: se trata de un barco de cemento, también conocido como “El Néstor” por los residentes. Para muchos incrédulos era tan solo un mito, hasta que fueron a verlo con sus propios ojos. Si alguien conoce la historia del misterioso navío es el colonense Carlos Alberto Cottet, que a sus 70 años se acuerda como si fuese ayer la vez que subió a bordo con su padre, cenaron allí y conocieron la cocina y los camarotes. “A mí no me lo contaron, yo lo viví, y lo he visto navegar”, cuenta en diálogo con Infobae.

A Carlos sus amigos lo llaman El Gringo, y siempre le dicen que es “un libro abierto”, por la gran cantidad de datos que atesora y el carisma con el que los trae al presente. Nacido en 1953, agradece que tiene “memoria de elefante”, y que hay recuerdos que jamás se borrarán, sobre todo los que tuvieron lugar en su querida tierra natal. “Mi papá, Francisco Cottet, trabajaba en la industria del canto rodado, y se trasladaba desde Colón a Buenos Aires”, comenta. Muchas veces en horas de la madrugada escuchaba la bocina de los barcos que se acercaban, y era común que su padre saliera a las corridas al puerto. Había desarrollado un don para detectar el silbato de la mole de cemento y enseguida se despertaba para avisarle a la flota de camiones y empezar cuanto antes. “Como se alquilaban los muelles, cuanto más tardabas en cargar, más te cobraban; era así la cosa”, explica.

A fines de los 50′ y al menos hasta fines de los ‘60, cuando él tenía 11 años, vio varias veces al barco en movimiento. “Hay gente que no puede creer que una embarcación de ferrocemento flote, ¡pero claro que flotaba!”, asegura. Y cuestiona: “Si flota uno de acero, ¿por qué no va a flotar uno de cemento? Mientras se cumpla el principio de Arquímedes, todo cuerpo parcialmente sumergido se va a mantener en la superficie”. Hace referencia al principio físico considerado “la ley base de la náutica”, que determina que mientras el peso del agua desplazada sea mayor al peso del barco, la embarcación va a flotar.

Por más imposible que parezca, y por más pesado que fuesen los materiales, podía trasladarse siempre que tuviera el volumen adecuado y respetara la fórmula que genera el “empuje hidrostático”, la fuerza que empuja a los barcos desde abajo hacia arriba. Sin embargo, dada la poca información que circulaba en ese entonces, -y asegura que incluso en la actualidad hay ciertas confusiones- se forjó la idea de que la mayoría de esos “buques de piedra” no podían navegar por sí mismos. “Se creía que llegaban en ‘convoy’, un barco arrastrando otro, pero no, El Néstor tenía propulsión propia”, sentencia, y sabe hasta el motor que tenía. “Un Bolinder de cuatro cilindros y 320 caballos de fuerza, y el casillaje tenía unas 700 toneladas, con carga de igual tonelaje”, describe.

El padre de todos los barcos

En lo que sí hay un acuerdo general, es en el hecho de que se recurrió a este tipo de material por la escasez de acero que había en tiempos de la Primera Guerra Mundial y tuvieron un resurgir en la Segunda Guerra Mundial. Una de las ventajas era que no se requería personal especializado para construirlos, algo que sí se necesitaba para fabricarlos con madera o con estructuras de hierro, pero igualmente implicaba complicaciones a la hora de reparar roturas. “Hay que tener en cuenta el contexto bélico, que todo el acero era para los buques de combate, y había que ahorrar costos y usar lo que había para lo demás, que en este caso era cemento”, remarca.

En Francia, Italia, Estados Unidos, y posteriormente China, Cuba, Nueva Zelanda, Australia, Canadá y el Reino Unido, incursionaron en los barcos de concreto. Por eso a la hora de definir el origen de El Néstor, hay dos versiones: unos dicen que es inglés y otros alemán. “Yo me inclino más por Alemania”, admite El Gringo. Durante una charla con su padre le preguntó cuándo había llegado el gigante a la Argentina, y atinó: “En la época de Perón, mediados de los ‘40″, pero aclara que se trata de una estimación. Con el tiempo también surgieron rumores aún más rimbombantes, como que la embarcación participó del desembarco de Normandía, pero jamás hubo pruebas al respecto.

Desde fines del 50, y toda la década del 60 se extraía la piedra de las canteras y se embarcaba en el puerto de Colón rumbo a Buenos Aires. y entre esos estaba El Néstor

Era uno de los navíos que llamaban “pedregulleros”, y era de los mayor porte de la época, con 60 metros de eslora y un mástil de casi las mismas dimensiones. “En mi fantasía, y a mi corta edad, yo pensaba que era ‘el padre de todos los barcos’, porque era una cosa rarísima de ver en ese momento”, explica. Y relata: “Como el motor que tenía era muy chico para semejante bestia, sobre todo cuando navegaba hacia Colón en contra de la corriente por el Río Uruguay, y entonces le izaron una vela triangular de color blanco para aliviar el motor”. Como vivía en plena Costanera, a pocos metros del río, siempre lo veía llegar, y se acuerda de que iba a nadar seguido con amigos, y al verlo aproximarse emprendían inmediata retirada.

“Salíamos rajando, porque daba miedo verlo, semejante cosa, y si todavía la proporción con un adulto se nota que es inmenso, para nosotros que éramos niños, era imponente”, expresa. A principios de los ‘60 el capitán de El Néstor, amigo de su padre, los invitó a cenar en la cubierta. “Le decíamos patrón, y nunca me voy a olvidar de cuando estuve ahí, como todo barco fluviales, tenía sus camarotes de madera, que eran verde clarito, el timón en la cabina y puente de mando, y a pesar que de afuera se veía enorme, adentro era bastante chiquito, porque la parte de atrás tenía cuatro bodegas cuadradas grandes, y arriba de la sala de máquinas estaban los camarotes para la tripulación, que no era más de seis personas”, indica.

«Me saqué la foto al lado de la hélice para comprobar que tenía motor, algo que yo recordaba, pero mucha gente no lo creía», explica

Su padre le contó que era un barco que implicaba muchos costos, en parte por su peso, ya que la pared del casco de cemento tenía al menos unos 30 centímetros de ancho, lo que se traducía en el consumo de mucho combustible, y cuando no había viento la vela no cumplía su función. Se veía venir su ocaso. “Fue quedando sin uso, la industria del canto rodado se terminó y lo compró Don Amílcar Campodónico, que era un armador, un señor que tenía lavadero de canto rodado y tenía una flota de más de 20 barcos en Colón”, revela. Los datos que aporta El Gringo coinciden con la investigación que realizó el escritor Miguel Ángel Cevasco, autor del libro “Cascos de cemento de la Segunda Guerra Mundial a la Argentina”, y de una vasta obra de la misma temática, considerada un valioso y honorable aporte al Círculo de Suboficiales de la Prefectura Naval Argentina.

En 1960 se produjo el remate, y se le cambió el nombre a “Piedramar”, según quedó anotado en los registros. “Campodónico lo compró pensando en usarlo para factoría de peces de río, pero el proyecto quedó en la nada”, rememora Cottet. Se dice que estaba amarrado en el muelle, cuando tras una tormenta se cortaron las cadenas y quedó a la deriva, pero se le hizo un agujero en el casco para no correr el riesgo de que con otra creciente se vuelva a desplazar, y así quedó encallado donde está actualmente, al costado del Arroyo La Batea entre San José y el pueblo Liebeig, al lado del camping Los Médanos y el frigorífico de pollo Las Camelias”, explica.

Los vestigios del gigante

Carlos proviene de una familia de inmigrantes, su abuelo era francés y se instaló en 1880 en Villa Elisa, a 30 kilómetros de Colón, donde él nació. Hizo la primaria y la secundaria allí, y luego se fue de la ciudad rumbo a Bariloche, donde fue guardaparques. Cuenta que se despidió de sus pagos con nostalgia, recordando aquellas anécdotas de la infancia, sin imaginar que alguna vez volvería a encontrarse cara a cara con El Néstor. Su trayectoria lo llevó al Parque Nacional El Palmar, de vuelta en Entre Ríos. “Era un lugar nuevo para ese entonces, porque fue creado en 1966 y yo llegué en 1976, no había nada todavía, ni luz, se estaban haciendo los sanitarios y la proveeduría, y el intendente renunció; quedó acéfala la intendencia, me nombraron a mí intendente interino y después fue definitivo, así que a mis 22 años estaba en la intendencia”, narra.

El Gringo en su reencuentro con El Néstor, caminando al lado del mástil gigante, que formaba parte de la embarcación

Las vueltas de la vida lo llevaron a la ciudad de La Plata, donde se casó y tuvo dos hijos. Pero su espíritu viajero nunca cesó, y tiene como tradición visitar distintas localidades rurales de la Provincia de Buenos Aires, y sostiene el ritual con su amigo Javier Pintos, creador de la cuenta de Instagram @dpuebloenpueblo, que supera los 21.000 seguidores. En una de sus andanzas se les dio por ir a Colón, y en marzo de 2021 El Gringo se reencontró con el barco de cemento donde alguna vez cenó.

“Se puede visitar perfectamente, si bien sigue siendo de los descendientes de don Campodónico, que falleció y quedaron a cargo primero sus hijos y después también su nieta, se puede ir a ver y muchos van para sacarse una foto, pero como no saben su historia creen que es un monumento”, asegura. Aunque no está completo, y la gran mayoría fue desmantelada, porque por dentro está vacío, se puede visualizar la estructura, el casco, la proa apuntando hacia el norte, con vistas a Concordia, y el mástil está recostado al lado, el mismo en el que alguna vez se desplegaron las velas.

Carlos recuerda que había otras embarcaciones que iban a Colón a cargar canto rodado: El Redentor y el Jilguero, barcos gemelos, el Arroyo, La Boquense, el Doña Angela, las Gabarras Sarmiento y Urquiza

El boca a boca hizo que de a poco se posicione como un atractivo turístico que se suma como una parada pintoresca en las cercanías a Liebig. “Desde Colón hay que ir rumbo hacia San José, unos 9 kilómetros, que se llega a una curva; a la derecha se ingresa a las termas y al balneario, pero hay que doblar y seguir por el camino de asfalto”, indica, cual guía turístico y con la misma pasión con la que fue guardaparques. “A un kilómetro está la central del frigorífico las Camelias, muy grande, hay que tomar un desvió a la derecha hacia el pueblo Liebig por unos 3 kilómetros hasta la calle Itaicora, que es de ripio, para el lado del río y se llega al camping Los Médanos”, complementa. Al visualizar otra sede del frigorífico ya casi se llega a destino, y por un sendero que hay que emprender a pie por 300 metros, que lleva directamente a las costas del Río Uruguay, donde descansa lo que queda de la embarcación.

“Hay otro barco de cemento hundido frente a Aeroparque, que dicen que se puede visualizar cuando el Río de la Plata baja, y otro frente a Victoria sobre el Río Paraná”, acota, y hay quienes suman al listado otros más en el Río Luján. Pero no hay ninguno como El Néstor para El Gringo, que más de una vez viaja a Colón sin previa planificación, simplemente porque algo lo atrae a estar de nuevo en su tierra. “Doy fe de todo lo que cuento, doy mi palabra, porque son cosas que no se olvidan nunca y tuve la suerte de vivirlas”, concluye.