Pero “Gabriel” (nombre ficticio que usaremos para proteger su verdadera identidad), uno de los protagonistas de esta historia que hoy comenzamos a contar, que también tiene 13 años y es entrerriano, concordiense para ser más precisos, dista mucho de percibirse como un rey y está a años luz de distancia de disfrutar de su condición de niño. ¡Su infancia le ha sido robada!
Gabrielito todavía no ha cambiado la voz. Es por ello que su timbre aniñado, agudo, inocente, resuena como una puñalada al corazón para los funcionarios policiales y judiciales a la hora de repasar las escuchas de la causa caratulada “GONZALEZ, ANTONIO ARIEL Y OTROS S/ ASOCIACION ILICITA Y OTROS”, Legajo de Investigaciones 8097/20.
Lo más grave del asunto es que el pequeño Gabriel, por la forma en que responde a una llamada telefónica, no hay dudas de que “trabaja” preparando los pequeños envoltorios con cocaína fraccionada para su venta.
– ¿Qué pasó? -dice, ni bien atiende.
– ¿Cuántos salieron? -le pregunta el hombre que dialoga con él.
– Estamos armando -responde.
Que quede claro: no está “armando” una maqueta para la clase de tecnología. Tampoco alguna casa con los ladrillitos. Gabriel está “armando” paquetitos de ese maldito polvo blanco.
¿Servirá enterarnos de lo que vive este chiquito para que despierten nuestras conciencias, para que reaccione toda la dirigencia concordiense y entrerriana respecto de lo que está pasando en las entrañas de nuestras barriadas más pobres? ¿Caeremos en la cuenta, de una vez por todas, de que ya no se puede esperar un minuto más sin salir a actuar de manera coordinada? ¿O también nos “acostumbraremos” a esto, conviviremos indiferentes, como si nada, con semejante colapso de la dignidad humana?
Ese niño de 13 fracciona cocaína mientras otros menores, entre 14 y 18, aparecen claramente identificados en esta investigación judicial-policial como el “brazo armado” del narcotráfico. En su mayoría ya son adictos. Desesperados por conseguir unos pocos gramos de droga, ofician de “sicarios”, dispuestos a tirotear y matar si así se lo ordenan. ¡Y ya lo han hecho!
Por las dudas, una aclaración más: Gabriel y estos adolescentes “ni ni” captados por el poder narco no son actores de una serie de Netflix o de Amazon. No son colombianos, mexicanos o rosarinos. ¡Son pibes nuestros, de Entre Ríos! Luchan por sobrevivir matando y muriendo a algunos cientos de metros de nuestras casas. Esos chicos saben casi todo sobre cocaína, marihuana, armas de diversos calibres y balas y casi nada sobre literatura, matemáticas, geografía o biología. Sus vidas quebradas, las balaceras en las que se involucran a diarios, sus rostros perdidos como zombis, vienen a ser gritos desgarradores, ensordecedores, que intentan quebrar la coraza de la indiferencia y la pasividad de los que tienen algún poder para cambiar esta historia.
Vuelta a la pregunta: ¿Reaccionaremos o cada cual seguirá en la suya, como si nada pasara? ¿Somos conscientes de que ese “polvorín” de indignidad más tarde o más temprano estallará? ¿De verdad alguien puede en su sano juicio pensar que es posible proyectar una Concordia mejor si no se atiende de manera prioritaria ese tumor hecho de miseria y drogas combinadas, en metástasis hasta el momento imparable?
Por supuesto que la costanera está preciosa y su ampliación la hará aún más bonita. Muy bien por el parque industrial que tiene varias fábricas y proyecta tener muchas más. Es cierto que hay un centro comercial dinámico y crece una variada oferta educativa terciaria y universitaria. Pero no es un invento del INDEC la pobreza extrema de su “conurbano”, ni son frutos de la imaginación afiebrada de policías y fiscales las mafias cada vez más organizadas que en algunas zonas han suplantado tanto al antiguo puntero político como al mismísimo Estado y a cualquier otra institución.
¡Qué Estado presente ni que ocho cuartos!
La única verdad es la que se desespera por describir una madre que se animó a ir a Tribunales y entre lágrimas confesó su dolor porque no pudo evitar que su hijo más chico fuera captado por los narcos, mientras ella salía a trabajar varias horas por día para garantizar ropa y comida.
Para esa mamá, frases como “la Justicia va a los barrios” suenan a burlas. Su vecindario es el reino de lo contrario, de la injusticia, y se ha vuelto a la vez en su cárcel y su infierno en vez de “su lugar en el mundo”. Allí no manda el intendente, ni el gobernador, ni el presidente, ni el juez, ni el cura. Son los narcos y sus menores adictos “tira tiros” los que, a base de inyectar dosis crecientes de miedo, manejan la calle.
Con la voz ahogada por la angustia y la impotencia, describe el mundo en el que intenta sobrevivir, un “mundo” que -vale la pena repetirlo- está geográficamente ubicado acá a la vuelta. Su testimonio se resume en un desesperado pedido de auxilio:
– Necesito ayuda. No puedo más. No me puedo ir del barrio. Yo no tengo dinero. Ellos (los narcos) compran muchas casas, tienen 7 casas en mi barrio, en otros barrios tienen más… Hace 17 años que trabajo y cuando pude comprarme una moto me la robaron. No la pude recuperar nunca más. Ellos no han trabajado en su vida y tienen autos, casas…
Su relato se vuelve aún más descarnado cuando describe a los chicos “zombis” adictos:
– Para ellos no son competencia los que consumen drogas, esos chicos zombis que están todo el día sentados en una esquina, que van a robar, que salen a cirujear, a vender cartón, para poder dejarle la plata a los narcos y al que se les rebela le hacen la vida imposible. La gente del barrio está vendiendo sus casas por menos que nada y se van, y ellos les compran y le dan a otras personas más humildes para que les cuiden esas casas y guardar la droga, porque tengo una vecina muy humilde y a ella le dieron una casa y ahí guardan droga. Así vivimos en nuestro barrio, esa es la triste realidad.
¿Quién se atreve a darle alguna respuesta válida a esta mujer, que esté a la altura del drama? No necesita un “discurso” político más, tampoco una homilía por más profunda que sea, mucho menos una crónica periodística como esta. No le sirven las explicaciones del experto en salud mental acerca de los eufemísticos “consumos problemáticos” ni las elucubraciones del juez de garantías para diferenciar tráfico de la tenencia para consumo personal, o los debates de las vanguardias intelectuales sobre si la droga debe o no legalizarse. Porque cuando las balaceras se escuchan y el miedo paraliza hasta las respiraciones, ella está sola con sus hijos.
Y cuando trata de imaginar alguna estrategia para curar al hijo que cayó en la adicción, no encuentra algún centro estatal de tratamiento -de esos cuya construcción fuera anunciada años atrás- donde lo puedan internar aunque más no sea algunos días.
La causa “GONZALEZ, ANTONIO ARIEL Y OTROS S/ ASOCIACION ILICITA Y OTROS” tramita en las fiscalías auxiliares 1 y 4, a cargo del Dr. Francisco Azcue y la Dra. Daniela Montangie respectivamente. En el expediente salta a la vista un trabajo de investigación paciente y profesional acometido con la participación imprescindible de funcionarios policiales preparados y dispuestos. Los datos recopilados descubren el velo de lo que está sucediendo en la “Concordia profunda”, el “modus operandi” del narcotráfico, la indefensión de los vecinos más vulnerables, la desesperación de padres que no saben cómo salvar a sus hijos, los chicos “tira tiros” iniciados en el sicariato a cambio de dosis que calmen por algunas horas su adicción, el mercado de las armas y las municiones -tan grave como el de las drogas.
En futuras crónicas iremos reflejando cada uno de estos aspectos en procura de un único propósito: que todos y cada uno de los “decisores”, sean políticos, religiosos, profesionales, empresariales, etc., es decir, todos aquellos que tengan alguna cuota de poder, perciban la urgencia de reaccionar antes de que sea demasiado tarde… si es que ya no lo es…
Se trata de no abandonar a su suerte a los más vulnerables y de acompañar y potenciar la labor de un puñado de policías y fiscales que se han animado a meterse en territorios inhóspitos, al igual que tantos trabajadores sociales y comunitarios que en silencio dejan pedazos de vida para intentar frenar la degradación creciente y por ahora imparable de nuestro tejido social. Si ellos bajan los brazos, habrá caído tal vez el último cortafuegos para frenar el incendio.