El 4 de febrero el “Ángel Negro” marcó un récord: lleva casi medio siglo en prisión, una marca que no alcanzó ni siquiera Charles Manson. Días antes había celebrado sus 69 años rodeado de los demás detenidos. Qué pidió al soplar la velita de su torta. El miedo y las ganas de ser libre
Cuando los abrió, había una torta y una velita.
-¡Que los cumplas feliz! ¡Que los cumplas feliz! ¡Que los cumplas, Carlitos, que los cumplas feliz!
Carlos Eduardo Robledo Puch sopló con debilidad -tiene EPOC y asma- y saludó emocionado uno por uno a sus compañeros del pabellón 1 de la Unidad Penal Número 26 de Olmos.
Le dijeron que pidiera tres deseos. Pensó y luego dijo:
-Ya saben cuál es. Salud para todos. No cumplir 50 años detenido y que River salga campeón de todo.
Lo aplaudieron.
“El día de su cumpleaños se levantó a las 10 de la mañana en el pabellón. Salió al patio, fue saludado por sus compañeros, luego se dirigió hacia la cocina para desayunar. Jugó al ajedrez y al dominó con algunos compañeros. Almorzó con ellos asado con ensalada de tomate. Después se duchó y durmió una siesta. Al despertar merendó con mate y facturas, charló con los otros internos y a la noche cenaron milanesa con ensalada. Le hicieron una torta y sopló las velitas”, le dijo a Infobae una fuente penitenciaria.
A diferencia de sus días de calvario en Sierra Chica, donde vivió el motín de Semana Santa de 1996 que dejó un saldo de ocho asesinatos de la banda de los “12 apóstoles”, a Robledo se lo ve de mejor humor, contenido por sus compañeros. Tiene altibajos. A veces pide a las autoridades que le den un arma para matarse o que le den la inyección letal. Pero cuando está de buen ánimo juega al ajedrez (volvió a esa disciplina que le apasiona después de 20 años) y charla con sus compañeros.
“Está en un régimen mucho menos rígido que en Sierra Chica. Lo ven asistentes sociales, psicólogos y psiquiatras y se está evaluando si en algún momento podría llegar a salir de la cárcel. De hecho cuando cumpla 70 le correspondería el arresto domiciliario”, dijo una fuente judicial.
No es cierto que el asesino, que en los setenta conmocionó a la sociedad por sus crímenes, su familia de clase media acomodada y su cara angelical, quiera quedarse para siempre en la cárcel.
Desde hace 15 años pide su libertad por agotamiento de pena y teme morir en la cárcel. “Todos los días muero un poco”, dice quien pasó su último cumpleaños en libertad el 19 de enero de 1972. Poco más de tres semanas después cometería sus dos últimos crímenes. El último, el 3 de febrero, el de su amigo y cómplice Héctor Somoza.
Robledo fue condenado a reclusión perpetua por tiempo indeterminado el 27 de noviembre de 1980: “Algún día voy a salir y los voy a matar a todos”, habría dicho en el juicio. Pero es probable que esa frase haya sido inventada por la prensa de entonces porque los jueces no recuerdan haberla escuchado.
Cuando los camaristas de la Sala I de la Cámara de Apelaciones de San Isidro le preguntaron si quería decir sus últimas palabras, Robledo dijo: “Esto es una farsa. Es un circo romano”. Durante las audiencias del juicio oral se la pasó respondiendo cartas de admiradoras que le proponían visitas íntimas.
En todos estos años, Robledo nunca había mostrado interés por recuperar la libertad. Se había resignado a morir en su celda. No le interesaba pedirle a su abogado que presentara un escrito. Además lo atormentaba saber que nadie lo esperaba afuera. Ni una tía, ni un primo, ni un familiar lejano. Ni un pastor evangélico.
Pero una noche, mientras miraba el noticiero, cambió de opinión al enterarse de que al múltiple homicida Ricardo Barreda -el odontólogo platense que se hizo famoso por matar a escopetazos a su esposa, su suegra y sus dos hijas, que murió en mayo de 2020 en un geriátrico- le habían otorgado arresto domiciliario por buena conducta y porque su nueva novia le ofrecía alojamiento en su departamento de tres ambientes en Belgrano.
Inspirado por ese caso, Robledo pidió su libertad, pero los jueces se la negaron con el argumento de que durante su estadía carcelaria nunca se preocupó por estudiar, trabajar o crear lazos afectivos con el exterior. “Lo único que falta es que tenga que inventarme una noviecita como el viejo Barreda”, se quejó Robledo.
Aún lo agobia una contradicción: luchar por la libertad o resignarse al encierro eterno. “Añoro el mundo exterior porque no he vivido nada, pero sé que afuera podría morir de tristeza, lejos de los muros. Sea adentro o afuera, hay una realidad: mientras todos se van en libertad, yo estoy muriéndome de a poco en este calvario”, confiesa.
Durante el tiempo que lleva preso, en el país pasaron dos dictaduras y quince presidentes democráticos.
Pero para Robledo la cárcel es la eternidad y a la vez un solo y monótono día. Apenas ve el mundo exterior por un pequeño televisor. Y en general son todas malas noticias.